martes, 17 de septiembre de 2013

La Virgen Marilyn

Esta imagen que no es fácil de encontrar en Internet, formó parte de una exposición en el Museo de Arte Moderno en Ciudad de México (1988) llamada “Real Templo Real”, de Rolando de la Rosa y que fue motivo de una gran polémica en la época. La exposición y principalmente la pieza causaron conmoción en algunas “buenas conciencias” e incluso a partir de la mediatización de las inconformidades llevaron a un sector conservador de la sociedad a marchar para protestar contra el artista, el curador y el museo.
El punto por el que traigo esta imagen al ejercicio es porque además de ser un remix iconográfico, es en sí la contraposición de dos símbolos, que aunque relacionados por una “misma esencia” (ser mujeres), culturalmente representan dos narrativas diferentes. La integración de esas narrativas de una manera obvia e incluso hasta burda (por burdo entiéndase el pegar una cara sobre otra para que se destaquen sus orígenes distintos y no combinarlas de manera “armónica”) crea una narrativa integradora y, esa sí, armónica para mi punto de vista, sin embargo, para algunos creyentes guadalupanos, significó la profanación de un símbolo de vitrina, es decir, intocable. El símbolo de la madre casta, profanado por la mujer sensual.
Una mujer mitológica reinterpretada de cultura en cultura: de la virgen morisca de Extremadura a la Guadalupe mestiza de la Nueva España, sobrepuesta a una Tonantzin indígena desdibujada. El rostro de una mitificada por los fabricantes y consumidores de sensualidad en el siglo XX, una Marilyn con un color de cabello artificial y a su gusto, al igual que su nombre de fama. La Virgen Marilyn, porta en sí una serie de doctrinas avasalladoras con cara y manto de mujer. El remix del tiempo, de idealizaciones, de normas de conducta. Un remix narrativo en el que en su contra-sentido entraña un poderoso síntoma de la posmodernidad postcolonial.

(Nota: Esta entrada también forma parte de las actividades de reflexión para el curso “Arte y Cultura en Circulación:Crear y Compartir en Tiempos Digitales”, y se realizó a partir de la segunda consigna “Las Fronteras del Remix”.)

sábado, 7 de septiembre de 2013

El álbum versus la playlist: ¿autoría del acomodo?

Esta entrada forma parte de las actividades de reflexión para el curso “Arte y Cultura en Circulación: Crear y Compartir en Tiempos Digitales”. En mi primera tarea relacionada con el post “Qué es un autor: la (de)construcción histórica del concepto de autoría”, trataré de desarrollar un par de ideas respecto al cuestionamiento que los soportes digitales plantean a las maneras tradicionales de entender los registros de audio.

¿Quién no recuerda los discos de larga duración? Su hermoso color negro, sus rayitas concéntricas que son los pequeños caminos que marcan la ruta a los sonidos que nos deleitan cuando están en contacto con la aguja del tocadiscos. Los registros de audio, especialmente los musicales, se han diversificado exponencialmente en los últimos 30 años: cintas magnéticas, discos leídos por láser, archivos digitales con mayor o menor capacidad de registro de información, etcétera; y con esa diversificación de registros también se incrementó la capacidad de manipularlos de manera, digamos, casera.

En unos pocos años, la música comercializada pasó de ser acomodada en álbumes (cuya promesa de larga duración era en promedio de una hora y cuya producción era atribuible un “autor”), a ser fragmentada en pistas que se acomodan en varios conjuntos de listados de reproducción que se pueden prolongar hasta por días o semanas.

Es tal la capacidad de acumulación de pistas musicales en el presente, que los dispositivos digitales han aumentado sus espacios de almacenamiento e incluso ya hay proveedores que no venden una copia del contenido musical de tu artista favorito como tal, sino que lo comparten por streaming a partir de la premisa que ellos pueden fungir como un gran almacén musical con una capacidad que excede con creces a un drive de almacenamiento externo para tener en casa. Spotify, Deezer o iTunes Radio, son algunos ejemplos de este nuevo paradigma de la industria musical en la que se transita de la práctica del consumo-colección de la música a la de consumo-escucha.

Hasta aquí, imagino que lxs lectores se preguntarán ¿y los derechos de autor?, pues bien, toda esta introducción era para llegar a este hilo de notas que son las disparadoras de la reflexión: Spotify es demandando por derechos de autor por Ministry Of Sound (un compilador de música).

Entonces, el imaginario que ha nutrido la idea de “derechos de autor” (y que ha impulsado la redacción de leyes al respecto) en el mundo de la comercialización de registros musicales, se está planteando una nueva delimitación respecto a lo que yo entiendo como “la autoría del acomodo”.

Parecía que habían quedado más o menos claros los “derechos” de los compositores y letristas, de los intérpretes, de los dueños de las productoras musicales, de las empresas de reproducción masiva de las grabaciones, de los distribuidores y hasta del dominio público, pero aun así se abre esta fisura en la que una empresa (MoS) que ha pagado los derechos de autor de piezas musicales para realizar compilados (en álbumes para discos compactos o electrónicos) con un valor multimillonario, se enfrenta a un vendedor de sonidos en la nube (Spotify), que también ha pagado los derechos de autor de las piezas que reproduce (a US$0.009 por reproducción) y que acomoda en playlists que copian/reproducen/imitan los compilados acomodados bajo la premisa del álbum (tan del siglo XX).

Más allá de un conflicto económico-legal (y que se resolverá en tribunales), el hecho que más me interesa en el enfrentamiento MoS vs. Spotify, es la claridad con la que ejemplifica, a la vez que amplifica, que el concepto de autoría es una noción inacabada y que entra en crisis con cada creación humana, sobre todo en un contexto tecnologizado que masifica el intercambio de información en el que cada vez es más difícil detectar el origen de una creación para situarlo en UN punto de espacio-tiempo, es decir, en un lugar y momento atribuible a una persona (biológica o jurídica).

Un curador puede reclamar la autoría de la configuración de una exposición artística en una galería, e incluso, del catálogo que se venda respecto a ella. Un compilador puede reclamar derechos de autoría sobre el libro que, integrando ensayos de distintos autores, vende. Visto así, MoS puede reclamar derechos sobre el acomodo de los tracks que integran sus álbumes, pero, ¿podría Google reclamar derechos por el acomodo que generan sus motores de búsqueda de imágenes o noticias? Aunque parezca demasiado burdo el ejemplo, hasta las búsquedas en cualquier buscador son generadas a partir de reproducciones digitales (parciales o totales) de obras que “pertenecen” a sus autores.  

La autoría genera propiedad y la propiedad crea la posibilidad enajenante, ya sea del objeto creado o de la idea desarrollada, pero ¿es igual para el uso y consecuencias de la idea? La autoría es un intento de fragmentación del gran universo simbólico en el que algo ha sido producido. Es una delimitación que colabora para el entendimiento del acto creador, pero no así con el acto de gestión/reproducción digital y mucho menos con su acomodo o proximidad con otra obra.

El autor (si tomamos en cuenta a Foucault y se me permite parafrasearlo con tosquedad) es un catalizador de estructuras de lenguaje y que genera combinaciones de sentidos, entonces ¿es posible pensar que una estructura de lenguaje digital (como una plataforma informática) que combina funciones (p. ej. organizar tracks) está ejecutando un acto de reproducción creativa por configurar un acomodo de tracks fragmentados y donde cada fragmento tiene distintos orígenes identificados? Pienso la respuesta es seguir haciéndome preguntas al respecto, así como lo digital cuestiona a las “reglas” de lo análogo que lo creó. Solamente una cosa me queda clara, mientras busco respuestas me acompañaré de toneladas de música.