
¿Quién no recuerda los discos de
larga duración? Su hermoso color negro, sus rayitas concéntricas que son los
pequeños caminos que marcan la ruta a los sonidos que nos deleitan cuando están
en contacto con la aguja del tocadiscos. Los registros de audio, especialmente
los musicales, se han diversificado exponencialmente en los últimos 30 años:
cintas magnéticas, discos leídos por láser, archivos digitales con mayor o
menor capacidad de registro de información, etcétera; y con esa diversificación
de registros también se incrementó la capacidad de manipularlos de manera,
digamos, casera.
En unos pocos años, la música
comercializada pasó de ser acomodada en álbumes (cuya promesa de larga duración
era en promedio de una hora y cuya producción era atribuible un “autor”), a ser
fragmentada en pistas que se acomodan en varios conjuntos de listados de
reproducción que se pueden prolongar hasta por días o semanas.
Es tal la capacidad de
acumulación de pistas musicales en el presente, que los dispositivos digitales
han aumentado sus espacios de almacenamiento e incluso ya hay proveedores que
no venden una copia del contenido musical de tu artista favorito como tal, sino
que lo comparten por streaming a partir de la premisa que ellos pueden fungir
como un gran almacén musical con una capacidad que excede con creces a un drive
de almacenamiento externo para tener en casa. Spotify, Deezer o iTunes Radio,
son algunos ejemplos de este nuevo paradigma de la industria musical en la que
se transita de la práctica del consumo-colección de la música a la de
consumo-escucha.
Entonces, el imaginario que ha
nutrido la idea de “derechos de autor” (y que ha impulsado la redacción de
leyes al respecto) en el mundo de la comercialización de registros musicales,
se está planteando una nueva delimitación respecto a lo que yo entiendo como “la
autoría del acomodo”.
Parecía que habían quedado más o
menos claros los “derechos” de los compositores y letristas, de los
intérpretes, de los dueños de las productoras musicales, de las empresas de
reproducción masiva de las grabaciones, de los distribuidores y hasta del
dominio público, pero aun así se abre esta fisura en la que una empresa (MoS) que
ha pagado los derechos de autor de piezas musicales para realizar compilados (en
álbumes para discos compactos o electrónicos) con un valor multimillonario, se
enfrenta a un vendedor de sonidos en la nube (Spotify), que también ha pagado
los derechos de autor de las piezas que reproduce (a US$0.009 por reproducción)
y que acomoda en playlists que copian/reproducen/imitan los compilados
acomodados bajo la premisa del álbum (tan del siglo XX).
Más allá de un conflicto económico-legal
(y que se resolverá en tribunales), el hecho que más me interesa en el
enfrentamiento MoS vs. Spotify, es la claridad con la que ejemplifica, a la vez
que amplifica, que el concepto de autoría es una noción inacabada y que entra
en crisis con cada creación humana, sobre todo en un contexto tecnologizado que
masifica el intercambio de información en el que cada vez es más difícil
detectar el origen de una creación para situarlo en UN punto de espacio-tiempo,
es decir, en un lugar y momento atribuible a una persona (biológica o jurídica).

Un curador puede reclamar la
autoría de la configuración de una exposición artística en una galería, e
incluso, del catálogo que se venda respecto a ella. Un compilador puede
reclamar derechos de autoría sobre el libro que, integrando ensayos de
distintos autores, vende. Visto así, MoS puede reclamar derechos sobre el
acomodo de los tracks que integran sus álbumes, pero, ¿podría Google reclamar
derechos por el acomodo que generan sus motores de búsqueda de imágenes o
noticias? Aunque parezca demasiado burdo el ejemplo, hasta las búsquedas en cualquier
buscador son generadas a partir de reproducciones digitales (parciales o
totales) de obras que “pertenecen” a sus autores.
La autoría genera propiedad y la
propiedad crea la posibilidad enajenante, ya sea del objeto creado o de la idea
desarrollada, pero ¿es igual para el uso y consecuencias de la idea? La autoría
es un intento de fragmentación del gran universo simbólico en el que algo ha
sido producido. Es una delimitación que colabora para el entendimiento del acto
creador, pero no así con el acto de gestión/reproducción digital y mucho menos
con su acomodo o proximidad con otra obra.
El autor (si tomamos en cuenta a
Foucault y se me permite parafrasearlo con tosquedad) es un catalizador de
estructuras de lenguaje y que genera combinaciones de sentidos, entonces ¿es
posible pensar que una estructura de lenguaje digital (como una plataforma
informática) que combina funciones (p. ej. organizar tracks) está ejecutando un
acto de reproducción creativa por configurar un acomodo de tracks fragmentados
y donde cada fragmento tiene distintos orígenes identificados? Pienso la respuesta
es seguir haciéndome preguntas al respecto, así como lo digital cuestiona a las
“reglas” de lo análogo que lo creó. Solamente una cosa me queda clara, mientras busco respuestas me acompañaré de toneladas de música.